jueves, junio 07, 2007

Roberta


Roberta sabía de sobra que estaba prohibido escribir en los libros de la Biblioteca, pero de no haberse saltado las normas, jamás habría conocido a Joaquín.

Una mañana tan insípida como otra cualquiera, Roberta se dirigió a la Biblioteca Pública porque la noche anterior había terminado una novela, y no quería volver a la realidad ni un minuto más de lo imprescindible; creía que mientras tuviera algo que leer entre las manos alcanzaría una identidad tan imaginaria como las historias a las que se entregaba, o la misma importancia que una letra de cualquier página, o la nimiedad de una simple palabra. Bueno, de nimiedad nada, porque en el libro que Roberta comenzó ese mismo día, encontró señalada con un círculo la palabra relevo. Ella también se sintió subrayada, como si un lápiz gigantesco la elevara a la categoría de las palabras, aquellos entes, que a diferencia de los seres humanos, tenían significado. El fenómeno la exaltó tanto que si respiraba más fuerte se desmayaría, y no sólo porque relevo empezara por R de Roberta, sino por el hecho de relevar un libro por otro. Siguió leyendo con la esperanza de empatizarse con alguna otra palabra, pero llegó hasta el final esa misma noche sin complacerse por otra cosa que no fuera la historia en sí que arrojaba el libro. De cualquier forma, a Roberta le pareció tan bonito encontrar un mensaje anónimo que pensó que si hubiera sabido quién lo había escrito le habría gustado aun más. Así las cosas, decidió coger otro libro, uno bien grande, con muchas páginas para que la irrealidad durara más horas, y dejar en él un mensaje para el siguiente lector que se lo llevara.

Como devoraba los libros, en menos de tres días Roberta había terminado con aquella marabunta de letras. Después de una horizontal reflexión, volvió a la mitad del libro, y en una misma página señaló letras, sílabas y palabras que conformaran el título del siguiente libro que sacaría de la Biblioteca. Nunca escogía los libros al azar porque tenía un mecanismo para no albergar dudas sobre qué podría leer: cuando leía algo de un autor desconocido para ella y le había gustado, buscaba otro libro del mismo autor pero de tema muy distinto. Después buscaba algo del mismo tema pero de distinto autor y así sucesivamente. Roberta opinaba en su diario de libros, de quienes los escribían e incluso de los lectores. De estos últimos pensaba que había dos tipos: los sinceros, es decir, los que comenzaban el libro y si no les gustaba lo abandonaban sin más; y los falsos, esos que tras leer las primeras páginas, se iban directamente al último capítulo del libro para saber como acaba, aunque no lo hayan leído por completo; gente rara, en fin... Pero a Roberta no le interesaban ninguno de estos tipos de lectores, sino aquellos a quienes les gustase aquel enjambre de palabras tanto como a ella; por eso escribió el mensaje en una de las páginas centrales.

Tal vez imaginara Roberta, que llegaría el momento en que la otra persona querría saber quién era el usuario que tenía el libro descifrado en el otro libro, se conocerían y serían amigos. Aunque si pensaba así, era incomprensible la dificultad que ponía; al leer los libros en tan poco tiempo, era evidente que no la alcanzarían , a menos que el próximo lector fuera más rápido que ella. Y es que a decir verdad, Roberta no quería conocer a nadie: todo esto sólo era un juego muy dinámico que cada vez iba complicando un poco más. Al menos eso parecía, porque la mañana en que fue a sacar otro libro de la Biblioteca y vio al muchacho que sostenía la novela que ella misma había soltado hacía tan sólo diez minutos, no hizo nada para llamar su atención ni darse a conocer. Eso de relacionarse formaba parte de la vida real, y las realidades a Roberta no se le daban muy bien. Prefería inventarse cómo sería aquella persona, aunque ahora ya sabía demasiado: era un muchacho más o menos de su edad cuyo aspecto evocó en Roberta un confuso revuelo hormonal que envió de una patada imaginaria a la papelera de reciclaje de su interior. Y, como pudo leer de reojo en su papeleta de préstamo, se llamaba Joaquín Valiente.

Aquel usuario notó unas pupilas curiosas por encima del hombro mientras escribía su nombre en la ficha. Turbado por la intromisión, hizo un movimiento de cabeza hacia aquella mirada para encontrarse con los ojos de Roberta, que lo miraba como quien mira lo que está detrás. Joaquín deseó que fuera ella la que perpetraba semejante paradoja con los libros: por un lado, cometía cierto vandalismo puesto que de algún modo los pintarrajeaba, mientras por el otro los ensalzaba nombrándolos donde no estaban escritos.

Roberta seguía allí de pie, sujetando el libro que quería llevarse. Y cuando Joaquín decidió abrir la boca para hablarle, ella, con una voz que escondía todo lo que quería decir y no dijo, se dirigió al bibliotecario dejando el libro en la mesa: "este es para devolverlo". Las palabras no acababan de posarse en la oreja del funcionario cuando Roberta ya había salido de la Biblioteca. Joaquín no tardo en coger aquel libro y hojearlo para ver si había algún tipo de señal ajena a la imprenta. Por supuesto, no encontró nada porque Roberta ni siquiera llegó a abrirlo.

Decepcionado, Joaquín Valiente siguió buscando mensajes en los libros sin encontrar nada hasta unos meses más tarde, cuando vio en una novela la palabra relevo marcada.

En cuanto a Roberta, no volvió a escribir en los libros nunca más, pero continuó leyendo los mensajes que Joaquín iba dejando en la biblioteca.

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